jueves, 30 de agosto de 2012

La decadencia del arte sagrado


No existe una escuela en la que se enseñe el arte cristiano en el sentido en que aquí hemos definido  arte cristiano". Puede muy bien haber, por el contrario, escuelas donde se enseñe el arte de iglesia o el arte sacro, el cual, dado su objeto propio, tiene también sus condiciones propias (y que tiene también, por desgracia, una terrible necesidad de que se lo levante de la decadencia en que ha caído).
De esta decadencia no hablamos aquí, habría demasiado que decir. Citemos solamente estas líneas de Marie-Charles Dulac: "Hay algo que yo desearía y por lo cual ruego: que todo lo que es bello sea traído de vuelta a Dios y sirva para alabarlo. Todo lo que vemos en las creaturas y en la creación, todo debe serle devuelto, y lo que me aflige es ver a su esposa, nuestra Madre la Santa Iglesia, ornarla de horrores. Es tan feo todo lo que la manifiesta exteriormente, a ella que por dentro es tan bella, todos los esfuerzos se encaminan a hacerla grotesca; su cuerpo ha sido, desde el comienzo, entregado desnudo a las fieras; después los artistas pusieron toda su alma en adornarla, mas luego la vanidad y por último la industria se mezclaron en esto y así disfrazada se la entrega al ridículo. Que es otro género de fiera, menos noble que un león, y más malo…" (Carta del 25 de junio 1897).
"...Se satisfacen con una obra muerta… Se hallan en un nivel inferior, en cuanto a comprensión del arte. No hablo ahora del gusto público; y eso, lo observo ya deSde la época de Miguel Ángel, de Rubens, en los Países Bajos, donde me es imposible encontrar alguna vida del alma en esos cuerpos rollizos. Comprendéis que no hablo tanto del volumen como de la privación completa de vida interior, y eso a continuación de una época en la que el corazón se había dilatado tan a gusto, se había hecho oír con tanta franqueza; se volvieron, tras todo eso, a los manjares groseros del paganismo para llegar hasta la indecencia de Luis XIV.
"Pero bien sabéis que lo que hace al artista, no es el artista; son los que oran. Y los que oran no tienen otra cosa que lo que piden; hoy no se les ocurre siquiera buscar algo más. Tengo esperanzas de que apunten algunas luces; pues si consideramos a los griegos modernos que imitan las rígidas imágenes de los tiempos -pasados; los protestantes, que no hacen nada, y los latinos, que hacen cualquier cosa, encuentro que en verdad el Señor no es servido por la manifestación de lo Bello, que no es alabado por las Bellas Artes en proporción a las gracias que El les ha otorgado, que incluso ha habido pecado al rechazar lo que era santo y estaba a nuestra disposición, tomando en cambio lo que estaba manchado". (Carta del 13 de mayo de 1898), Véase sobre el mismo tema el ensayo del abate Marraud, "Imagerie religieuse et Art populaire", y el estudio de Alexandre Cirigria, "La Décadence de l'Art Sacré" (nueva edición corregida y aumentada, París, ed. Art. Catholique).
A propósito de este libro, que considera ''como el análisis más completo y más penetrante" que haya aparecido "sobre este afligente asunto", Paul Claudel escribía, en una carta importante a Alexandre Cingria:
"Ellas [las causas de esta decadencia] pueden resumirse todas en una sola: es el divorcio -cuya dolorosa consumación vio el siglo pasado- entre las proposiciones de la Fe y esas facultades de imaginación y de sensibilidad que son eminentemente las del artista. Por una parte una determinada escuela religiosa (principalmente en Francia, donde las herejías del quietismo y del jansenismo han venido a exagerar su carácter de una manera siniestra) ha reservado en el acto de adhesión religioso un papel demasiado violentamente exclusivo al espíritu despojado de la carne, siendo así que lo que ha sido bautizado y lo que debe resucitar el último día es el hombre entero en la unidad integral e indisoluble de su doble naturaleza. 
Por otra parte, el arte posterior al concilio de Trento y conocido generalmente bajo el nombre absurdo de arte barroco -por el cual experimento, como sabéis, la más viva admiración, lo mismo que vos-, parece haber tomado por objeto, no ya como el arte gótico el representar los hechos concretos y las verdades históricas de la Fe a los ojos de la muchedumbre a la manera de una gran Biblia desplegada, sino el mostrar con estrépito, con fasto, con elocuencia, y a menudo con el patetismo más emocionante, ese espacio vacante como un medallón cuyo acceso está prohibido a nuestros sentidos aparatosamente rechazados. Y tenemos así esos santos que por su rostro y actitud nos indican lo inefable y lo invisible, y todo el pulular desordenado del ornamento, y los ángeles que en un torbellino de alas sostienen un cuadro indistinto y disimulado por el culto, y las estatuas que están como agitadas por un gran soplo que viene de otra parte. Pero ante esta otra parte la imaginación se inhibe intimidada, desalentada, y consagra todos sus recursos a la decoración del marco cuyo objeto esencial es honrar su contenido por medio de procedimientos casi oficiales y muy pronto degenerados en recetas y en formulismos triviales."
Después de haber notado que en el siglo XIX la "crisis de una imaginación mal alimentada" ha consumado el divorcio entre los sentidos “apartados de ese mundo sobrenatural que nada se hacía por hacérselo accesible y deseable", y las virtudes teologales, Claudel prosigue: “Por ahí llega a hallarse secretamente lesionado, junto con la capacidad de tomar en serio su objeto, el resorte esencial del creador que es la imaginación, o sea el deseo de procurar inmediatamente a sí mismo y al prójimo... por sus recursos propios, con la ayuda de elementos compuestos juntos, una cierta imagen de un mundo a la vez delicioso, significativo y razonable.
"En cuanto a la Iglesia, al perder la envoltura del Arte, ha quedado en el siglo pasado como un hombre al que se ha despojado de sus vestidos, vale decir, que ese cuerpo sagrado hecho de hombres a la vez creyentes y pecadores se ha mostrado por vez primera materialmente a los ojos de todos en su desnudez y en una especie exposición y de traducción permanente de sus debilidades y de sus llagas. Para quien se atreve a mirarlas, las iglesias modernas tienen el interés y el patetismo de una confesión bien cargada. Su fealdad, es Ja exhibición al exterior de todos nuestros pecados y de todos nuestros defectos: debilidad, indigencia, timidez de la fe y del sentimiento, sequedad del corazón, disgusto por lo sobrenatural, predominio de las convenciones y de las fórmulas, exageración de las prácticas individuales y desordenadas, lujo mundano, avaricia, jactancia, malos modos, fariseísmo, hinchazón. 
Pero, sin embargo el alma en el interior permanece viva, infinitamente dolorosa, paciente y a la espera; esa alma que adivinamos en todas esas pobres viejas tocadas de sombreros extravagantes y lamentables, a cuyas oraciones me hallo mezclado desde hace treinta años en las misas rezadas de todas las capillas del mundo... Si, aun en esas iglesias hoscas como Notre-Dame- des-Champs, como Saint-Jean­ l'Evangelíste de París, como las basílicas de Lourdes, más trágicas para quien bien las considere que las ruinas de 1a Catedral de Reims, Dios está ahí, podemos confiarnos a Él, y El puede confiarse a nosotros para que le proporcionemos siempre por nuestros pequeños medíos personales, a falta de un digno agradecimiento, al menos una humillación tan grande como la de Belén" (Revue des Jeunes, 25 de agosto de 1919).
Tomado de:
Maritain, Jacques. Arte y escolástica. Ed. Club de Lectores, Bs. As., 1972, Ps. 201-204.

La decadencia del arte sagrado


No existe una escuela en la que se enseñe el arte cristiano en el sentido en que aquí hemos definido  arte cristiano". Puede muy bien haber, por el contrario, escuelas donde se enseñe el arte de iglesia o el arte sacro, el cual, dado su objeto propio, tiene también sus condiciones propias (y que tiene también, por desgracia, una terrible necesidad de que se lo levante de la decadencia en que ha caído).
De esta decadencia no hablamos aquí, habría demasiado que decir. Citemos solamente estas líneas de Marie-Charles Dulac: "Hay algo que yo desearía y por lo cual ruego: que todo lo que es bello sea traído de vuelta a Dios y sirva para alabarlo. Todo lo que vemos en las creaturas y en la creación, todo debe serle devuelto, y lo que me aflige es ver a su esposa, nuestra Madre la Santa Iglesia, ornarla de horrores. Es tan feo todo lo que la manifiesta exteriormente, a ella que por dentro es tan bella, todos los esfuerzos se encaminan a hacerla grotesca; su cuerpo ha sido, desde el comienzo, entregado desnudo a las fieras; después los artistas pusieron toda su alma en adornarla, mas luego la vanidad y por último la industria se mezclaron en esto y así disfrazada se la entrega al ridículo. Que es otro género de fiera, menos noble que un león, y más malo…" (Carta del 25 de junio 1897).
"...Se satisfacen con una obra muerta… Se hallan en un nivel inferior, en cuanto a comprensión del arte. No hablo ahora del gusto público; y eso, lo observo ya deSde la época de Miguel Ángel, de Rubens, en los Países Bajos, donde me es imposible encontrar alguna vida del alma en esos cuerpos rollizos. Comprendéis que no hablo tanto del volumen como de la privación completa de vida interior, y eso a continuación de una época en la que el corazón se había dilatado tan a gusto, se había hecho oír con tanta franqueza; se volvieron, tras todo eso, a los manjares groseros del paganismo para llegar hasta la indecencia de Luis XIV.
"Pero bien sabéis que lo que hace al artista, no es el artista; son los que oran. Y los que oran no tienen otra cosa que lo que piden; hoy no se les ocurre siquiera buscar algo más. Tengo esperanzas de que apunten algunas luces; pues si consideramos a los griegos modernos que imitan las rígidas imágenes de los tiempos -pasados; los protestantes, que no hacen nada, y los latinos, que hacen cualquier cosa, encuentro que en verdad el Señor no es servido por la manifestación de lo Bello, que no es alabado por las Bellas Artes en proporción a las gracias que El les ha otorgado, que incluso ha habido pecado al rechazar lo que era santo y estaba a nuestra disposición, tomando en cambio lo que estaba manchado". (Carta del 13 de mayo de 1898), Véase sobre el mismo tema el ensayo del abate Marraud, "Imagerie religieuse et Art populaire", y el estudio de Alexandre Cirigria, "La Décadence de l'Art Sacré" (nueva edición corregida y aumentada, París, ed. Art. Catholique).
A propósito de este libro, que considera ''como el análisis más completo y más penetrante" que haya aparecido "sobre este afligente asunto", Paul Claudel escribía, en una carta importante a Alexandre Cingria:
"Ellas [las causas de esta decadencia] pueden resumirse todas en una sola: es el divorcio -cuya dolorosa consumación vio el siglo pasado- entre las proposiciones de la Fe y esas facultades de imaginación y de sensibilidad que son eminentemente las del artista. Por una parte una determinada escuela religiosa (principalmente en Francia, donde las herejías del quietismo y del jansenismo han venido a exagerar su carácter de una manera siniestra) ha reservado en el acto de adhesión religioso un papel demasiado violentamente exclusivo al espíritu despojado de la carne, siendo así que lo que ha sido bautizado y lo que debe resucitar el último día es el hombre entero en la unidad integral e indisoluble de su doble naturaleza. 
Por otra parte, el arte posterior al concilio de Trento y conocido generalmente bajo el nombre absurdo de arte barroco -por el cual experimento, como sabéis, la más viva admiración, lo mismo que vos-, parece haber tomado por objeto, no ya como el arte gótico el representar los hechos concretos y las verdades históricas de la Fe a los ojos de la muchedumbre a la manera de una gran Biblia desplegada, sino el mostrar con estrépito, con fasto, con elocuencia, y a menudo con el patetismo más emocionante, ese espacio vacante como un medallón cuyo acceso está prohibido a nuestros sentidos aparatosamente rechazados. Y tenemos así esos santos que por su rostro y actitud nos indican lo inefable y lo invisible, y todo el pulular desordenado del ornamento, y los ángeles que en un torbellino de alas sostienen un cuadro indistinto y disimulado por el culto, y las estatuas que están como agitadas por un gran soplo que viene de otra parte. Pero ante esta otra parte la imaginación se inhibe intimidada, desalentada, y consagra todos sus recursos a la decoración del marco cuyo objeto esencial es honrar su contenido por medio de procedimientos casi oficiales y muy pronto degenerados en recetas y en formulismos triviales."
Después de haber notado que en el siglo XIX la "crisis de una imaginación mal alimentada" ha consumado el divorcio entre los sentidos “apartados de ese mundo sobrenatural que nada se hacía por hacérselo accesible y deseable", y las virtudes teologales, Claudel prosigue: “Por ahí llega a hallarse secretamente lesionado, junto con la capacidad de tomar en serio su objeto, el resorte esencial del creador que es la imaginación, o sea el deseo de procurar inmediatamente a sí mismo y al prójimo... por sus recursos propios, con la ayuda de elementos compuestos juntos, una cierta imagen de un mundo a la vez delicioso, significativo y razonable.
"En cuanto a la Iglesia, al perder la envoltura del Arte, ha quedado en el siglo pasado como un hombre al que se ha despojado de sus vestidos, vale decir, que ese cuerpo sagrado hecho de hombres a la vez creyentes y pecadores se ha mostrado por vez primera materialmente a los ojos de todos en su desnudez y en una especie exposición y de traducción permanente de sus debilidades y de sus llagas. Para quien se atreve a mirarlas, las iglesias modernas tienen el interés y el patetismo de una confesión bien cargada. Su fealdad, es Ja exhibición al exterior de todos nuestros pecados y de todos nuestros defectos: debilidad, indigencia, timidez de la fe y del sentimiento, sequedad del corazón, disgusto por lo sobrenatural, predominio de las convenciones y de las fórmulas, exageración de las prácticas individuales y desordenadas, lujo mundano, avaricia, jactancia, malos modos, fariseísmo, hinchazón. 
Pero, sin embargo el alma en el interior permanece viva, infinitamente dolorosa, paciente y a la espera; esa alma que adivinamos en todas esas pobres viejas tocadas de sombreros extravagantes y lamentables, a cuyas oraciones me hallo mezclado desde hace treinta años en las misas rezadas de todas las capillas del mundo... Si, aun en esas iglesias hoscas como Notre-Dame- des-Champs, como Saint-Jean­ l'Evangelíste de París, como las basílicas de Lourdes, más trágicas para quien bien las considere que las ruinas de 1a Catedral de Reims, Dios está ahí, podemos confiarnos a Él, y El puede confiarse a nosotros para que le proporcionemos siempre por nuestros pequeños medíos personales, a falta de un digno agradecimiento, al menos una humillación tan grande como la de Belén" (Revue des Jeunes, 25 de agosto de 1919).
Tomado de:
Maritain, Jacques. Arte y escolástica. Ed. Club de Lectores, Bs. As., 1972, Ps. 201-204.

domingo, 26 de agosto de 2012

La libertad para criticar el Novus Ordo


Cuando la Pontificia Comisión Ecclesia Dei publicó la instrucción Universae Ecclesiae (UE), desde la vecina infocatólica Luis Fernando Pérez de Bustamante no dejó pasar la oportunidad para exhibir la insensatez rigorista que lo caracteriza cada vez que trata el tema de la Fraternidad San Pío X. He aquí la captura de pantalla con el comentario de Luis Fernando referido al n. 19 de la UE:
(Pinche la imagen para ampliar)

No puede negarse que el n. 19 de la UE suscitó perplejidades en distintos sectores del tradicionalismo. Sin embargo, dado que estamos ante una norma disciplinar restrictiva, pues determina una limitación al ejercicio de los derechos subjetivos (CIC, c. 18), porque limita el ejercicio del derecho subjetivo a solicitar la Forma Extraordinaria del Rito Romano, no ha de interpretarse en forma amplia, es decir, dando a su expresión el mayor contenido posible, sino que la interpretación debe hacerse en forma estricta.
Esta interpretación estricta es la que acaba de realizar la Comisión Ecclesia Dei en respuesta a unas dudas (la noticia puede leerse aquí). Por tanto, no pueden solicitar la Forma Extraordinaria quienes se manifiesten contra la legitimidad de la forma ordinaria de los sacramentos, entendiéndose por legitimidadque la reforma litúrgica ha sido “debidamente promulgada por apropiados procedimientos de la ley eclesiástica (ius ecclesiasticum)”; lo que resulta lógico, pues se trata de una reforma aprobada por papas legítimos y no por usurpadores. Pero no se entiende por legitimidad que esté “de acuerdo tanto con la ley eclesiástica como con la ley divina (ius divinum), es decir, ni doctrinalmente no ortodoxa ni por otra parte desagradable a Dios.” 
Una precisión importante que no priva de derechos a quienes desean una discusión profunda de la última reforma litúrgica. Y que por ende no permite usar el n. 19 de la UE como una suerte de condena doctrinal indirecta de las críticas de fondo a la reforma de Pablo VI. Así, por ejemplo, quienes coinciden con las reservas de Ottaviani al Novus Ordo no pierden el derecho a solicitar la Forma Extraordinaria ni pueden considerarse indirectamente condenados por su posición. 
Retomando las preguntas retóricas del director de Infocatólica lo que queda suficientemente claro es que para la Comisión Ecclesia Dei también poseen el derecho a solicitar la Forma Extraordinaria los "lefebvristas" y "filolefebvristas" que tienen una visión crítica de la  última reforma litúrgica que supera la igualación objetiva de ambas formas rituales defendida por Iraburu y su coro de obsecuentes.  

La libertad para criticar el Novus Ordo


Cuando la Pontificia Comisión Ecclesia Dei publicó la instrucción Universae Ecclesiae (UE), desde la vecina infocatólica Luis Fernando Pérez de Bustamante no dejó pasar la oportunidad para exhibir la insensatez rigorista que lo caracteriza cada vez que trata el tema de la Fraternidad San Pío X. He aquí la captura de pantalla con el comentario de Luis Fernando referido al n. 19 de la UE:
(Pinche la imagen para ampliar)

No puede negarse que el n. 19 de la UE suscitó perplejidades en distintos sectores del tradicionalismo. Sin embargo, dado que estamos ante una norma disciplinar restrictiva, pues determina una limitación al ejercicio de los derechos subjetivos (CIC, c. 18), porque limita el ejercicio del derecho subjetivo a solicitar la Forma Extraordinaria del Rito Romano, no ha de interpretarse en forma amplia, es decir, dando a su expresión el mayor contenido posible, sino que la interpretación debe hacerse en forma estricta.
Esta interpretación estricta es la que acaba de realizar la Comisión Ecclesia Dei en respuesta a unas dudas (la noticia puede leerse aquí). Por tanto, no pueden solicitar la Forma Extraordinaria quienes se manifiesten contra la legitimidad de la forma ordinaria de los sacramentos, entendiéndose por legitimidadque la reforma litúrgica ha sido “debidamente promulgada por apropiados procedimientos de la ley eclesiástica (ius ecclesiasticum)”; lo que resulta lógico, pues se trata de una reforma aprobada por papas legítimos y no por usurpadores. Pero no se entiende por legitimidad que esté “de acuerdo tanto con la ley eclesiástica como con la ley divina (ius divinum), es decir, ni doctrinalmente no ortodoxa ni por otra parte desagradable a Dios.” 
Una precisión importante que no priva de derechos a quienes desean una discusión profunda de la última reforma litúrgica. Y que por ende no permite usar el n. 19 de la UE como una suerte de condena doctrinal indirecta de las críticas de fondo a la reforma de Pablo VI. Así, por ejemplo, quienes coinciden con las reservas de Ottaviani al Novus Ordo no pierden el derecho a solicitar la Forma Extraordinaria ni pueden considerarse indirectamente condenados por su posición. 
Retomando las preguntas retóricas del director de Infocatólica lo que queda suficientemente claro es que para la Comisión Ecclesia Dei también poseen el derecho a solicitar la Forma Extraordinaria los "lefebvristas" y "filolefebvristas" que tienen una visión crítica de la  última reforma litúrgica que supera la igualación objetiva de ambas formas rituales defendida por Iraburu y su coro de obsecuentes.  

jueves, 23 de agosto de 2012

El rinoceronte


El rinoceronte, la pieza de Ionesco, constituye, por su parte, la más profunda y aguda sátira del conformismo ambiental en nuestra época y de los mecanismos psicológicos de adaptación incondicional a cualquier género de situación o de cambio de mentalidad.
Sátira también del proceso de masificación y de trivialización que se opera en las almas por efecto de la tecnocracia y de las grandes concentraciones urbanas.
Imagen, en fin, de ese estado de ánimo colectivo que se revela capaz de aceptarlo todo rápidamente, con resignation préatable, por una voluntaria perdida del sentido de los límites y de la consistencia de las cosas.
En el primer cuadro, Juan, hombre "de su tiempo", con sus puntos de vista "eficaces" y filisteos, dialoga con Berenger, espíritu sencillo de abatida sinceridad. Sus frases sonoras y la vacuidad de sus actitudes siempre circunstanciales está como reclamando la exteriorización de un interno proceso de rinoceritis, es decir, de insensibilización humana. Es entonces cuando irrumpe impetuoso el primer rinoceronte por las calles de la población. Y desde ese mismo momento entra en juego para aquel ambiente humano un mecanismo psicológico encaminado a la elusión subconsciente del hecho, a la conformidad embozada con el mismo, movido siempre por actitudes previas de pereza mental, de cobardía interior y de abandonismo profundamente arraigadas. Así, a los pocos momentos de la extraordinaria sorpresa, ya nadie habla de lo inconcebible de la aparición, sino del número de cuernos o de las razas de rinocerontes.
En seguida comienza la absurda transformación de los hombres en rinocerontes, esos paquidermos extraños e insensibles, que parecen nativos del planeta más alejado de éste en que habita la raza humana.
El mecanismo mental por el cual los hombres "se sitúan" ante la rinoceritis, y la actitud que los rinoceriza seguidamente, es siempre la misma: aceptación del hecho como algo irremediable, como una evolución necesaria (es "el viento de la Historia"); ensayo de universalización del fenómeno buscándole antecedentes y similares en otros países o en otra época; puesta en discusión de los principios teóricos o morales en virtud de los cuales el fenómeno resulta inaceptable (en este caso, la superioridad de la humanidad sobre la animalidad, los límites de la cordura y de la demencia, etc.); en fin, exaltación de los aspectos en que pueda sobresalir el hecho o realidad do que se trate (en este caso, de la fuerza, salud y poderío del rinoceronte).
Ante el hecho consumado, la epidemia de rinoceritis se extiende incontenible; el mecanismo mental se pone en movimiento para el hombre masificado, previamente dispuesto para cualquier género de adaptación dirigida: "Siempre hubo cosas así", “Salgamos al encuentro de lo que nace y seamos sus pioneros" “En otros sitios están peor”, "Tiene esto cierta grandeza”…
Parece indudable que el autor rumano ha conocido algunos de los diversos "hechos rinocéricos" que han sufrido las diversas naciones, con la consiguiente degradación de la personalidad de sus miembros: la irrupción en tantos países de un ejército de ocupación extranjero, con la creación de absurdos gobiernos "Quisling"; la aparición en este otro de un barbudo demencial que impone su ley; la entrega de aquel otro a bandas rivales de negros antropófagos; la erección más allá de la arbitrariedad como modo permanente de gobierno... En el horizonte final, la universal rinoceritis letárgica que, en nombre de la Democracia y la Humanidad, anula la personalidad de los humanos frente al "viento de la Historia".
Lo más profundo de El rinoceronte quizá sea la elección del tipo humano que resiste a la adaptación rinocérica y se salva —él solo— entre los demás hombres.
No se trata de ningún puritano u hombre de claros y declarados principios; antes, al contrario, son los hombres de esta clase los que se muestran más dóciles y vulnerables a la epidemia, los que con mayor facilidad encuentran argumentos de transición para adaptarse. Berenger, el protagonista, es un hombre humilde, sencillo y un tanto bohemio. Un hombre respetuoso ante los sabios y eficaces que le rodean, que no afirma nada con énfasis ni contraría la opinión de los demás. Berenger sabe, sin embargo, que la humanidad es superior a la animalidad, que entre la cordura y la locura hay un límite, y que convertirse en rinoceronte es absurdo. Y sabe todo esto "intuitivamente", aunque no sepa definir la intuición más que como un saber "por las buenas".
Pienso que en nuestra sociedad masificada y estatista donde la rinoceritis alcanza hoy a los más altos niveles, esta pieza de Ionesco debe producir la misma impresión que si a los tripulantes de una vieja y carcomida embarcación se les mostrara al vivo cómo empieza a hacer agua y a hundirse una vieja y carcomida embarcación.
Tomado de:
Gambra, R. El silencio de Dios. Ed. Huemul, Buenos Aires, 1981, pp. 18-21.

El rinoceronte


El rinoceronte, la pieza de Ionesco, constituye, por su parte, la más profunda y aguda sátira del conformismo ambiental en nuestra época y de los mecanismos psicológicos de adaptación incondicional a cualquier género de situación o de cambio de mentalidad.
Sátira también del proceso de masificación y de trivialización que se opera en las almas por efecto de la tecnocracia y de las grandes concentraciones urbanas.
Imagen, en fin, de ese estado de ánimo colectivo que se revela capaz de aceptarlo todo rápidamente, con resignation préatable, por una voluntaria perdida del sentido de los límites y de la consistencia de las cosas.
En el primer cuadro, Juan, hombre "de su tiempo", con sus puntos de vista "eficaces" y filisteos, dialoga con Berenger, espíritu sencillo de abatida sinceridad. Sus frases sonoras y la vacuidad de sus actitudes siempre circunstanciales está como reclamando la exteriorización de un interno proceso de rinoceritis, es decir, de insensibilización humana. Es entonces cuando irrumpe impetuoso el primer rinoceronte por las calles de la población. Y desde ese mismo momento entra en juego para aquel ambiente humano un mecanismo psicológico encaminado a la elusión subconsciente del hecho, a la conformidad embozada con el mismo, movido siempre por actitudes previas de pereza mental, de cobardía interior y de abandonismo profundamente arraigadas. Así, a los pocos momentos de la extraordinaria sorpresa, ya nadie habla de lo inconcebible de la aparición, sino del número de cuernos o de las razas de rinocerontes.
En seguida comienza la absurda transformación de los hombres en rinocerontes, esos paquidermos extraños e insensibles, que parecen nativos del planeta más alejado de éste en que habita la raza humana.
El mecanismo mental por el cual los hombres "se sitúan" ante la rinoceritis, y la actitud que los rinoceriza seguidamente, es siempre la misma: aceptación del hecho como algo irremediable, como una evolución necesaria (es "el viento de la Historia"); ensayo de universalización del fenómeno buscándole antecedentes y similares en otros países o en otra época; puesta en discusión de los principios teóricos o morales en virtud de los cuales el fenómeno resulta inaceptable (en este caso, la superioridad de la humanidad sobre la animalidad, los límites de la cordura y de la demencia, etc.); en fin, exaltación de los aspectos en que pueda sobresalir el hecho o realidad do que se trate (en este caso, de la fuerza, salud y poderío del rinoceronte).
Ante el hecho consumado, la epidemia de rinoceritis se extiende incontenible; el mecanismo mental se pone en movimiento para el hombre masificado, previamente dispuesto para cualquier género de adaptación dirigida: "Siempre hubo cosas así", “Salgamos al encuentro de lo que nace y seamos sus pioneros" “En otros sitios están peor”, "Tiene esto cierta grandeza”…
Parece indudable que el autor rumano ha conocido algunos de los diversos "hechos rinocéricos" que han sufrido las diversas naciones, con la consiguiente degradación de la personalidad de sus miembros: la irrupción en tantos países de un ejército de ocupación extranjero, con la creación de absurdos gobiernos "Quisling"; la aparición en este otro de un barbudo demencial que impone su ley; la entrega de aquel otro a bandas rivales de negros antropófagos; la erección más allá de la arbitrariedad como modo permanente de gobierno... En el horizonte final, la universal rinoceritis letárgica que, en nombre de la Democracia y la Humanidad, anula la personalidad de los humanos frente al "viento de la Historia".
Lo más profundo de El rinoceronte quizá sea la elección del tipo humano que resiste a la adaptación rinocérica y se salva —él solo— entre los demás hombres.
No se trata de ningún puritano u hombre de claros y declarados principios; antes, al contrario, son los hombres de esta clase los que se muestran más dóciles y vulnerables a la epidemia, los que con mayor facilidad encuentran argumentos de transición para adaptarse. Berenger, el protagonista, es un hombre humilde, sencillo y un tanto bohemio. Un hombre respetuoso ante los sabios y eficaces que le rodean, que no afirma nada con énfasis ni contraría la opinión de los demás. Berenger sabe, sin embargo, que la humanidad es superior a la animalidad, que entre la cordura y la locura hay un límite, y que convertirse en rinoceronte es absurdo. Y sabe todo esto "intuitivamente", aunque no sepa definir la intuición más que como un saber "por las buenas".
Pienso que en nuestra sociedad masificada y estatista donde la rinoceritis alcanza hoy a los más altos niveles, esta pieza de Ionesco debe producir la misma impresión que si a los tripulantes de una vieja y carcomida embarcación se les mostrara al vivo cómo empieza a hacer agua y a hundirse una vieja y carcomida embarcación.
Tomado de:
Gambra, R. El silencio de Dios. Ed. Huemul, Buenos Aires, 1981, pp. 18-21.

lunes, 20 de agosto de 2012

Winston Churchill, el sonriente rostro de un criminal de guerra


I. John Cuthbert Ford fue un jesuita conocido en los EE UU y también fuera de su patria. Tal vez lo más destacado de Ford haya sido su dictamen minoritario como miembro de la Comisión de teólogos consultados por Pablo VI que luego incidiría en la  Humanae vitae. Décadas antes de esta opinión que le ganaría antipatía y marginación de parte de los jesuitas post-conciliares, Ford aplicó la ciencia moral al estudio de problemas relacionados con la segunda guerra mundial. Siendo norteamericano, y contemporáneo a esa guerra, el apego a su nación no logró torcer su juicio moral sobre acciones intrínsecamente malas perpetradas por los aliados. 

Es así que en 1944 Ford publicó un artículo de cuarenta y nueve páginas en el que pronunciaba un juicio moral sobre los bombardeos masivos llevados a cabo por Inglaterra y los Estados Unidos sobre los alemanes. En estos bombardeos, decía Ford, el blanco no es un objetivo militar bien definido, tal como se lo entendió en el pasado. Se trata del bombardeo estratégico por medios incendiarios y explosivos de centros industriales de población, en los cuales el blanco a destruir no es una fábrica definida, un puente u objeto similar, sino una amplia sección de toda una ciudad, que afecta de uno a dos tercios de toda su zona edificada, e incluye por su diseño las zonas residenciales donde habitan los trabajadores y sus familias. Esta clase de bombardeos implican necesariamente el daño a la vida, salud y bienes de muchos civiles inocentes, pues el blanco no es un objetivo militar bien delimitado. 

La explicación de Ford sobre las características de los bombardeos masivos es amplia y muy rica en datos. En cuanto a la moralidad, el estudio se detiene a considerar profundamente estas acciones a la luz del principio de doble efecto. La conclusión: el bombardeo masivo es un ataque inmoral sobre los derechos de los inocentes. Incluye la intención directa de causarles daño. Y aunque no incluyera esa intención, sería de todas maneras inmoral porque no habría causa proporcionada que justificase el mal causado. Legitimar esta práctica conduciría al mundo a la barbarie de la guerra total.

P. John C. Ford
El trabajo del jesuita sobre los bombardeos masivos contiene, además, algunos datos sugerentes sobre Winston Churchill y la pregunta acerca de la licitud de varios bombardeos aliados:
- El 27 de enero de 1940, Churchill condenó los bombardeos masivos alemanes como una “nueva y odiosa forma de guerra”.
- El 15 de julio de 1941 expresó la venganza como motivo de los bombardeos masivos: “Castigaremos a los alemanes con la misma o mayor intensidad con la que nos castigaron a nosotros”.

- Con la designación de Sir Athur T. Harris en cabeza del comando de bombarderos, el 3 de marzo de 1942, la fuerza aérea británica cambió de criterio y comenzó a practicar los bombardeos masivos. Responsable de la nueva estrategia, además de Harris, fue Clarence Eaker, comandante de la fuerza aérea norteamericana. Los líderes en Inglaterra reconocieron el cambio; Churchill dejó de condenar esta “nueva y odiosa forma de guerra” y prometió en el parlamento, el 2 de junio de 1942, que Alemania sería sometida a una “prueba que jamás ha experimentado ningún país”.
- El 10 de mayo de 1942, en un discurso radial, Churchill precisó que el objetivo de los bombardeos británicos serían “la vida y economía de esa organización totalmente culpable”, en referencia a toda Alemania como “esa organización”. El subterfugio fue considerar a las ciudades alemanas como fábricas militares. La solución sugerida para los miles de alemanes no combatientes: salir de las ciudades durante los bombardeos. Algo imposible.
- En su discurso radial del 10 de mayo de 1942, dio un nuevo giro a la regla de oro al afirmar que el bombardeo masivo perpetrado serviría para mostrar a una "raza de guerreros que, después de todo, hay algo en la antigua y todavía válida regla de oro”.
- Cuando Gran Bretaña adoptó por primera vez los bombardeos masivos como estrategia, Churchill los denominó un “experimento” pues no sabía si iban a funcionar. Sin embargo, el 7 de julio de 1943 dejó en claro que “el experimento vale la pena de ser puesto en práctica, siempre que no se excluyan otras medidas”. 
Coherente con su artículo de 1944, en sus “Notes on Moral Theology” de 1945, luego de mencionar las atrocidades cometidas por soviéticos, alemanes y japoneses, el Padre Ford tuvo la honestidad de condenar “la más grande y más extensa atrocidad singular en la historia contemporánea, nuestro bombardeo atómico sobre Hiroshima y Nagasaki”.
La estrategia de los aliados de involucrar deliberadamente a la población alemana no combatiente en los bombardeos masivos tuvo por fin desmoralizarla y fomentar una especie de golpe interno que acelerara la caída del Tercer Reich. También buscó minar el tejido social alemán, en especial la mano de obra. El resultado fue el asesinato de no menos de 600.000 civiles entre ellos 75.000 niños.

II. El cura bloguero José A. Fortea decía en una entrada de su bitácora titulada Winston Churchill, el sonriente rostro de la libertad que
“Churchill representa la libertad. Es la cara del defensor de la democracia. Su rostro optimista, alegre, algo pícaro, rebosaba vitalidad. Su cara no era el rostro de un mero ser humano, era el rostro de una nación que luchaba por los valores de la tradición, del cristianismo, del parlamentarismo, frente a un Nuevo Orden.”
Cierto que el "demonólogo" no se solidariza con los bombardeos masivos consentidos por el político británico. Pero tampoco hace referencia a la responsabilidad de Churchill por las atrocidades cometidas por los aliados, como las mencionadas por el jesuita norteamericano. Y nada dice del criminal bombardeo de la ciudad de Dresde. 

De acuerdo con la perspectiva moral del P. Ford nos parece que Churchill muestra el rostro de un criminal de guerra. Elogiarlo como paladín de los valores cristianos es una auténtica estupidez. 

Winston Churchill, el sonriente rostro de un criminal de guerra


I. John Cuthbert Ford fue un jesuita conocido en los EE UU y también fuera de su patria. Tal vez lo más destacado de Ford haya sido su dictamen minoritario como miembro de la Comisión de teólogos consultados por Pablo VI que luego incidiría en la  Humanae vitae. Décadas antes de esta opinión que le ganaría antipatía y marginación de parte de los jesuitas post-conciliares, Ford aplicó la ciencia moral al estudio de problemas relacionados con la segunda guerra mundial. Siendo norteamericano, y contemporáneo a esa guerra, el apego a su nación no logró torcer su juicio moral sobre acciones intrínsecamente malas perpetradas por los aliados. 

Es así que en 1944 Ford publicó un artículo de cuarenta y nueve páginas en el que pronunciaba un juicio moral sobre los bombardeos masivos llevados a cabo por Inglaterra y los Estados Unidos sobre los alemanes. En estos bombardeos, decía Ford, el blanco no es un objetivo militar bien definido, tal como se lo entendió en el pasado. Se trata del bombardeo estratégico por medios incendiarios y explosivos de centros industriales de población, en los cuales el blanco a destruir no es una fábrica definida, un puente u objeto similar, sino una amplia sección de toda una ciudad, que afecta de uno a dos tercios de toda su zona edificada, e incluye por su diseño las zonas residenciales donde habitan los trabajadores y sus familias. Esta clase de bombardeos implican necesariamente el daño a la vida, salud y bienes de muchos civiles inocentes, pues el blanco no es un objetivo militar bien delimitado. 

La explicación de Ford sobre las características de los bombardeos masivos es amplia y muy rica en datos. En cuanto a la moralidad, el estudio se detiene a considerar profundamente estas acciones a la luz del principio de doble efecto. La conclusión: el bombardeo masivo es un ataque inmoral sobre los derechos de los inocentes. Incluye la intención directa de causarles daño. Y aunque no incluyera esa intención, sería de todas maneras inmoral porque no habría causa proporcionada que justificase el mal causado. Legitimar esta práctica conduciría al mundo a la barbarie de la guerra total.

P. John C. Ford
El trabajo del jesuita sobre los bombardeos masivos contiene, además, algunos datos sugerentes sobre Winston Churchill y la pregunta acerca de la licitud de varios bombardeos aliados:
- El 27 de enero de 1940, Churchill condenó los bombardeos masivos alemanes como una “nueva y odiosa forma de guerra”.
- El 15 de julio de 1941 expresó la venganza como motivo de los bombardeos masivos: “Castigaremos a los alemanes con la misma o mayor intensidad con la que nos castigaron a nosotros”.

- Con la designación de Sir Athur T. Harris en cabeza del comando de bombarderos, el 3 de marzo de 1942, la fuerza aérea británica cambió de criterio y comenzó a practicar los bombardeos masivos. Responsable de la nueva estrategia, además de Harris, fue Clarence Eaker, comandante de la fuerza aérea norteamericana. Los líderes en Inglaterra reconocieron el cambio; Churchill dejó de condenar esta “nueva y odiosa forma de guerra” y prometió en el parlamento, el 2 de junio de 1942, que Alemania sería sometida a una “prueba que jamás ha experimentado ningún país”.
- El 10 de mayo de 1942, en un discurso radial, Churchill precisó que el objetivo de los bombardeos británicos serían “la vida y economía de esa organización totalmente culpable”, en referencia a toda Alemania como “esa organización”. El subterfugio fue considerar a las ciudades alemanas como fábricas militares. La solución sugerida para los miles de alemanes no combatientes: salir de las ciudades durante los bombardeos. Algo imposible.
- En su discurso radial del 10 de mayo de 1942, dio un nuevo giro a la regla de oro al afirmar que el bombardeo masivo perpetrado serviría para mostrar a una "raza de guerreros que, después de todo, hay algo en la antigua y todavía válida regla de oro”.
- Cuando Gran Bretaña adoptó por primera vez los bombardeos masivos como estrategia, Churchill los denominó un “experimento” pues no sabía si iban a funcionar. Sin embargo, el 7 de julio de 1943 dejó en claro que “el experimento vale la pena de ser puesto en práctica, siempre que no se excluyan otras medidas”. 
Coherente con su artículo de 1944, en sus “Notes on Moral Theology” de 1945, luego de mencionar las atrocidades cometidas por soviéticos, alemanes y japoneses, el Padre Ford tuvo la honestidad de condenar “la más grande y más extensa atrocidad singular en la historia contemporánea, nuestro bombardeo atómico sobre Hiroshima y Nagasaki”.
La estrategia de los aliados de involucrar deliberadamente a la población alemana no combatiente en los bombardeos masivos tuvo por fin desmoralizarla y fomentar una especie de golpe interno que acelerara la caída del Tercer Reich. También buscó minar el tejido social alemán, en especial la mano de obra. El resultado fue el asesinato de no menos de 600.000 civiles entre ellos 75.000 niños.

II. El cura bloguero José A. Fortea decía en una entrada de su bitácora titulada Winston Churchill, el sonriente rostro de la libertad que
“Churchill representa la libertad. Es la cara del defensor de la democracia. Su rostro optimista, alegre, algo pícaro, rebosaba vitalidad. Su cara no era el rostro de un mero ser humano, era el rostro de una nación que luchaba por los valores de la tradición, del cristianismo, del parlamentarismo, frente a un Nuevo Orden.”
Cierto que el "demonólogo" no se solidariza con los bombardeos masivos consentidos por el político británico. Pero tampoco hace referencia a la responsabilidad de Churchill por las atrocidades cometidas por los aliados, como las mencionadas por el jesuita norteamericano. Y nada dice del criminal bombardeo de la ciudad de Dresde. 

De acuerdo con la perspectiva moral del P. Ford nos parece que Churchill muestra el rostro de un criminal de guerra. Elogiarlo como paladín de los valores cristianos es una auténtica estupidez. 

jueves, 16 de agosto de 2012

Torquemaditis


Un lector de nuestra bitácora, “el gaucho de Realicó”, nos envía esta nota sobre la calificación de opiniones como heréticas.  
“Para calificar a una persona o un escrito…, ¿debe aguardarse siempre el fallo concreto de la Iglesia docente sobre tal persona o escrito? Respondemos resueltamente que de ninguna manera…La Iglesia es la única que… definitivamente y sin apelación puede calificar doctrinas… Ahora bien, esto se refiere al fallo último y decisivo Mas no excluye para luz y guía de los fieles otros fallos menos autorizados, pero sí también muy respetables, que no se pueden despreciar y que pueden hasta obligar en conciencia… puede el simple fiel desconfiar ya a primera vista de una doctrina nueva que se le presente, según sea mayor o menor el desacuerdo en que la vea con otra definida. Y puede, si este desacuerdo es evidente combatirla como mala…Lo cual no es hacerse pastor del rebaño, ni siquiera humilde zagal de él: es simplemente servirle de perro para avisar con sus ladridos” [Félix Sardá y Salvany, El liberalismo es pecado, c. XXXVIII, pp. 137-39].
Sin embargo, para que un simple fiel pueda decir que otro es hereje, antes del juicio de la Iglesia, debe cumplir algunas condiciones:
Primera. La doctrina falsa debe estar en oposición manifiestay directa contra una verdad que ciertamente debe creerse con fe divina y católica.
El CIC de 1917 define la herejía como la negación pertinaz de una verdad [c. 1325] y enseña que ninguna doctrina debe tenerse por de fe divina y católica si ello no consta de modo manifiesto [c. 1323]. Herrmann resume la doctrina común de los teólogos precisando que la proposición herética es aquella que se opone de manera directa, cierta y manifiesta a una de esas verdades [Inst. Theol. Dogm., I, 32].
Segunda. Se requiere certeza moral de que el acusado percibe un conflicto directo entre su opinión y la enseñanza de la Iglesia.
San Alfonso María de Ligorio: “Nadie es hereje en cuanto está dispuesto a someter su juicio a la Iglesia, o ignora que la verdadera Iglesia de Cristo sostiene lo contrario, lo mismo que si defiende su opinión ´erre que erre´ como consecuencia de una ignorancia culpable o crasa” [Theol. Moral., lib. 3, n. 19].
Tercera. Un tal juicio obliga en conciencia sólo a quien lo formula con pleno conocimiento de causa y a nadie más.
Cuarta. Por caridad, debe uno inclinarse –dentro de lo razonable- en favor del sospechoso y solamente como último recurso llegar a la conclusión de que alguien es hereje.
Si en la valoración de los hechos debemos buscar conformar nuestro juicio con la verdad objetiva, cuando juzgamos a los hombres Santo Tomás nos recuerda que “debemos tender más bien a juzgar bueno al hombre, a no ser que haya una razón manifiesta para lo contrario” [Suma de Teología, II-II,  Q. 60, A. 4].
Por lo anterior, tenemos que evitar:
1) Denominar herejía a un error que se opone a una doctrina enseñada por la Iglesia pero que no es de fe divina y católica o que no consta con certeza que pertenezca a esa categoría.
2) Llamar herejía a un error que se opone a una doctrina de fe divina y católica cuando esa oposición no es directa y manifiesta, sino que depende de un raciocinio de varios pasos. En estos casos, es mejor no usar la calificación de herejía antes del juicio definitivo de la Iglesia.
3) Acusar de cisma o herejía a quienes, sin abrazar la herejía en cuestión, se niegan a calificarla como tal o a considerar herejes a los partidarios de esa opinión, pues prefieren esperar un juicio formal de la Iglesia.
5) Afirmar la presencia de pertinacia cuando se pueden encontrar otras explicaciones razonables.

Torquemaditis


Un lector de nuestra bitácora, “el gaucho de Realicó”, nos envía esta nota sobre la calificación de opiniones como heréticas.  
“Para calificar a una persona o un escrito…, ¿debe aguardarse siempre el fallo concreto de la Iglesia docente sobre tal persona o escrito? Respondemos resueltamente que de ninguna manera…La Iglesia es la única que… definitivamente y sin apelación puede calificar doctrinas… Ahora bien, esto se refiere al fallo último y decisivo Mas no excluye para luz y guía de los fieles otros fallos menos autorizados, pero sí también muy respetables, que no se pueden despreciar y que pueden hasta obligar en conciencia… puede el simple fiel desconfiar ya a primera vista de una doctrina nueva que se le presente, según sea mayor o menor el desacuerdo en que la vea con otra definida. Y puede, si este desacuerdo es evidente combatirla como mala…Lo cual no es hacerse pastor del rebaño, ni siquiera humilde zagal de él: es simplemente servirle de perro para avisar con sus ladridos” [Félix Sardá y Salvany, El liberalismo es pecado, c. XXXVIII, pp. 137-39].
Sin embargo, para que un simple fiel pueda decir que otro es hereje, antes del juicio de la Iglesia, debe cumplir algunas condiciones:
Primera. La doctrina falsa debe estar en oposición manifiestay directa contra una verdad que ciertamente debe creerse con fe divina y católica.
El CIC de 1917 define la herejía como la negación pertinaz de una verdad [c. 1325] y enseña que ninguna doctrina debe tenerse por de fe divina y católica si ello no consta de modo manifiesto [c. 1323]. Herrmann resume la doctrina común de los teólogos precisando que la proposición herética es aquella que se opone de manera directa, cierta y manifiesta a una de esas verdades [Inst. Theol. Dogm., I, 32].
Segunda. Se requiere certeza moral de que el acusado percibe un conflicto directo entre su opinión y la enseñanza de la Iglesia.
San Alfonso María de Ligorio: “Nadie es hereje en cuanto está dispuesto a someter su juicio a la Iglesia, o ignora que la verdadera Iglesia de Cristo sostiene lo contrario, lo mismo que si defiende su opinión ´erre que erre´ como consecuencia de una ignorancia culpable o crasa” [Theol. Moral., lib. 3, n. 19].
Tercera. Un tal juicio obliga en conciencia sólo a quien lo formula con pleno conocimiento de causa y a nadie más.
Cuarta. Por caridad, debe uno inclinarse –dentro de lo razonable- en favor del sospechoso y solamente como último recurso llegar a la conclusión de que alguien es hereje.
Si en la valoración de los hechos debemos buscar conformar nuestro juicio con la verdad objetiva, cuando juzgamos a los hombres Santo Tomás nos recuerda que “debemos tender más bien a juzgar bueno al hombre, a no ser que haya una razón manifiesta para lo contrario” [Suma de Teología, II-II,  Q. 60, A. 4].
Por lo anterior, tenemos que evitar:
1) Denominar herejía a un error que se opone a una doctrina enseñada por la Iglesia pero que no es de fe divina y católica o que no consta con certeza que pertenezca a esa categoría.
2) Llamar herejía a un error que se opone a una doctrina de fe divina y católica cuando esa oposición no es directa y manifiesta, sino que depende de un raciocinio de varios pasos. En estos casos, es mejor no usar la calificación de herejía antes del juicio definitivo de la Iglesia.
3) Acusar de cisma o herejía a quienes, sin abrazar la herejía en cuestión, se niegan a calificarla como tal o a considerar herejes a los partidarios de esa opinión, pues prefieren esperar un juicio formal de la Iglesia.
5) Afirmar la presencia de pertinacia cuando se pueden encontrar otras explicaciones razonables.