jueves, 27 de diciembre de 2012

Dos mierdas



Nuestros lectores conocen de sobra las diferencias de opinión que nos separan de Luis Fernando Pérez de Bustamante. También saben de los encontronazos y conflictos que con él hemos tenido.
Pero nada de lo anterior impide que repudiemos vivamente las expresiones de César Vidal y Federico Jiménez Losantos sobre la vida privada de Luis Fernando y su esposa. No existe el más mínimo interés público en divulgar cuestiones referidas a su intimidad. Como dos mierdas se han comportado estos neocones acatólicos. Y no tenemos reparo en decirlo abiertamente, porque es de justicia hacerlo.  
Aquí hemos criticado muchas veces a Luis Fernando y seguiremos haciéndolo, en la medida en que lo consideremos necesario. Pero no es posible transgredir ciertos límites sin entrar en el más sucio maquiavelismo.

Dos mierdas



Nuestros lectores conocen de sobra las diferencias de opinión que nos separan de Luis Fernando Pérez de Bustamante. También saben de los encontronazos y conflictos que con él hemos tenido.
Pero nada de lo anterior impide que repudiemos vivamente las expresiones de César Vidal y Federico Jiménez Losantos sobre la vida privada de Luis Fernando y su esposa. No existe el más mínimo interés público en divulgar cuestiones referidas a su intimidad. Como dos mierdas se han comportado estos neocones acatólicos. Y no tenemos reparo en decirlo abiertamente, porque es de justicia hacerlo.  
Aquí hemos criticado muchas veces a Luis Fernando y seguiremos haciéndolo, en la medida en que lo consideremos necesario. Pero no es posible transgredir ciertos límites sin entrar en el más sucio maquiavelismo.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Müller ¿martillo de herejes?



Publicamos un artículo que ha traducido un lector de nuestra bitácora a quien mucho  agradecemos el trabajo que se ha tomado.  

La falsa acusación de herejía a quien critica las nuevas y ambiguas doctrinas del pastoral Vaticano II.
Por Paolo Pasqualucci
Criticar las nuevas y ambiguas doctrinas del pastoral Concilio Ecuménico Vaticano II ¿significa comportarse como protestantes, como herejes? Ciertamente, no. Sin embargo así se ha dicho y se ha vuelto a repetir, incluso en sede autorizadísima. Es ya conocido el artículo aparecido recientemente en el Observatore Romano, el 29 de noviembre de 2012, en la p. 5, firmado por S.E. el arzobispo Gerhard Ludwig Müller, Prefecto de la Congregación para la Fe, a propósito de la “hermenéutica de la reforma en la continuidad” invocada –como sabemos- por S.S. Benedicto XVI como única clave legítima para la lectura del Concilio: “Esta interpretación es la única posible según los principios de la teología católica, es decir, considerando el conjunto indisoluble formado entre la Sagrada Escritura, la completa e íntegra Tradición y el Magisterio, cuya más alta expresión es el Concilio presidido por el Sucesor de San Pedro como Cabeza de la Iglesia visible. Al margen de esta única interpretación ortodoxa existe lamentablemente una interpretación herética, a saber, la hermenéutica de la ruptura, sea en su vertiente progresista, sea en la tradicionalista. Ambos participan en el rechazo del Concilio; los progresistas al querer dejarlo atrás, como si se tratase de una estación que hay que abandonar para llegar a otra Iglesia; los tradicionalistas al no querer llegar a él, como si se tratase del invierno de la Iglesia Católica”.
No sé si es justo poner en el mismo orden las dos opuestas interpretaciones críticas del Concilio. Los “tradicionalistas” quieren sanar la ambigüedad y eliminar los errores, planteando también, implícitamente, el problema de la validez del Concilio. Estarían encantados de ver un Concilio revisado y corregido por el Papa sobre la base de la doctrina de siempre de la Iglesia. Los “progresistas” no se plantean ciertamente el problema de la validez del Concilio, ni lo que se refiere a la ambigüedad y a los errores que se deben eliminar por estar en contradicción con la doctrina de siempre, que para ellos no existe, por cuanto conciben todo el Cristianismo en clave histórico-evolutiva. Para ellos, el Concilo no debe ser reformado ni mucho menos invalidado. Por su parte critican los compromisos a los que la mens progresista impostada en el Concilio ha debido someterse, esperando que en la actuación práctica tales compromisos finalmente sean por completo abandonados, para hacer emerger de modo completo la “Iglesia del Espíritu” insuflada en las partes modernizantes de los documentos conciliares; la Igesiasoñada por los defensores de la Nueva Pentecostés, Iglesa de un Nuevo Advenimiento, sin jerarquía y totalmente ecuménico-comunitaria, abierta a todas las instancias de la Modernidad, también en el plano ético y de las costumbres. Iglesia de Satanás, hay que recordarlo, para los Católicos que permanecen fieles a la enseñanza perenne de la Iglesia.
A los comentarios de Monseñor Müller ya ha contestado de manera egregia el prof. Roberto de Mattei en este mismo lugar, el 5 de diciembre de 2012. Por mi parte querría sólo añadir alguna cosa. En primer lugar, recordar que, en general, los herejes contraponen a la enseñanza de la Iglesia su versión personal del Cristianismo. Y esto es lo que están haciendo hoy los “progresistas” (o neomodernistas). Aquellos que hoy, por la amarguísima y perdurable crisis de la Iglesia, se ven constreñidos a criticar el Vaticano II en nombre de la Tradición, no albergan deseo alguno de tener una versión personal propia del Cristanismo, para proponerla como una alternativa a la enseñanza actual de la Jerarquía, a la cual por su parte oponen, donde no hay concordancia con ella, la Tadición, es decir, la enseñanza de la Iglesiaconsolidada tras casi veinte siglos de inmutable magisterio. En segundo lugar, que el Concilio enseña declaradamente cosas nuevas y en documentos no dogmáticos sino pastorales. Con toda seguridad este hecho vuelve lícito el examen sobre la conformidad de estas novedades con la doctrina tradicional de la Iglesia por parte del creyente que se sienta capacitado para ello. Veamos este último punto.
1. Por primera vez en la historia de la Iglesia, un Concilio ecuménico se propone enseñar “novedades”. En el art. 1 de la Declaración conciliar Dignitatis humanae sobre la libertad religosa, se encuentra la famosa declaración según la cual, “este Concilio Vaticano reconsidera la tradición sagrada y la doctrina de la Iglesia, de la cual toma elementos nuevos en constante armonía con aquellos que ya posee [haec Vaticana Synodus sacram Ecclesiae traditionem doctrinamque scrutatur, ex quibus nova semper cum veteribus congruentia profert]”(DH 1). El Concilio declara, por lo tanto, que enseña “nuevos elementos” o “cosas nuevas” (nova) tomados de “escrutar” o de “remeditar” la Tradicióny la Escritura. Nodice que vuelve a proponer la misma tradición y doctrina de un modo nuevo (nove), como se acostumbraba decir en tiempos, cuando se hablaba de progreso extrínseco del dogma o de una profundización y de un mejor conocimiento de alguna verdad de fe, que quedaba sin embargo absolutamente inmutable en cuanto a su noción. La sustitución de novecon nova podía naturalmente hacer nacer muchas aprensiones, razón por la que el texto precisó explícitamente que era intención del Concilio “tratar las cosas nuevas” siempre en armonía con las viejas, con el Depósito de la Fe. Pero ya la idea de “traer cosas nuevas” de la “sagrada tradición y de la doctrina de la glesia”, ¿no era, de por sí, completamente revolucionaria?
A mi enteder es significativo que esta admisión de la existencia de novedades en la enseñanza del Concilio se haga en el “proemio” de un texto ampliamente innovador como es éste sobre la “libertad religiosa”, concepto que, según sus críticos, parece prestado casi íntegramente del principio laico de la misma, siempre vigorosamente rechazado en el pasado por el Magisterio. Como han demostrado ampliamente Mons. Gherardini y otros estudiosos, ninguna de las “novedades” propuestas por el Concilio está provista del sello de la definición dogmática. Y las novedades no las encontramos con seguridad en aquellos fragmentos conciliares en los que se reafirman dogmas precedentes o se remite a la infabilidad del Magisterio ordinario de la Iglesia. Como han señalado en varias ocasiones los estudiosos competentes, la “congruentia” de las “cosas nuevas” propuestas, con las “viejas” queda sin demostrar por las referencias del Concilio a los dogmas del pasado o a las enseñanzas del Magisterio ordinario infalible o por las declaraciones del principio de fidelidad al dogma. Tal “congruentia” debe ser demostrada debidamente, caso por caso, poniendo en parangón lo nuevo con lo viejo que aquello viene específicamente a sustituir. Por poner ejemplos: confrontrando entre sí la nueva definición de la Iglesiade Cristo, aquella del famoso “subsistit in” de la Lumen Gentium 8, con la vieja, la que aparecía, finalmente, en el esquema de la constitución dogmática De Ecclesia, convertido en papel mojado por los Progresistas; el novísimo principio de la creatividad litúrgica con aquello que el Magisterio preconciliar había pensado siempre sobre esto; la nueva definición de la Inerrancia biblíca con la vieja; la nueva definición de la colegialidad con la vieja, es decir, con toda la enseñanza precedente de la Iglesia a propósito de ella, y así con todo.
2. El fiel está legitimado a indagar la “congruentia” de las “novedades” profesadas por un Concilio ecuménico que es sólo pastoral. Establecido este punto fundamental, a saber, que el Concilio enseña conscientemente “cosas nuevas”, debemos preguntarnos: ¿el simple fiel está autorizado o no, a contrastar todas estas “novedades” con la enseñanza tradicional de la Iglesia, según la comentan y explican los teólogos ortodoxos, para ver si las novedades están todas “en constante armonía con ésta”? Si se responde que no entonces se obliga de hecho al fiel a creer en la existencia de esta “armonía” porque se dice así: a creer porque se dice así, sin discutir, como si nos encontrásemos en presencia de un Concilio dogmático, infalible sobre las verdades de fe y sobre las costumbres al modo del Tridentino o del Vaticano I. Pero negar a los fieles el derecho de confrontar la nueva pastoral y la nueva doctrina del no dogmático Vaticano II con la enseñanza perenne de la Iglesia constituye una patente contradicción, porque implica atribuir al Vaticano II un caracter dogmático expresamente negado por el mismo Concilio, en las bien conocidas Notificationespuestas al pie de las dos constituciones “dogmáticas” Dei Verbum sobre la divina Revelación y Lumen Gentium sobre la Iglesia, en esta última junto con una importante Nota explicativa previa. Así en apéndice a estas dos constituciones, llamadas dogmáticas, se ha debido añadir una Notificatiosobre la calificación teológica de las enseñanzas conciliares, en la que se explica que no son en absoluto dogmáticas. En efecto, “dado el fin pastoral del presente Concilio”, ¡en ellas no se define ningún dogma ni se condena ningún error!
¿Como simple creyente, no tengo el derecho –sólo por poner un ejemplo- de contrastar la doctrina de la Encarnación de la Constitución pastoral Gaudium et spes 22 con aquella que siempre ha sido enseñada por la Iglesia? Cuando me encuentro de frente con una frase como esta: “De hecho, con la Encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre”, mi primera impresión es la de un texto que dice una cosa extraña, nunca antes escuchada y al mismo tiempo ambigua. Ambigua, ya que no se entiende porqué la Encarnación deba haber tenido lugar “en todo hombre” ni qué cosa quiere decir efectivamente “en cierto modo” (el famoso quodammodo). Después  me encuentro que en el artículo 432 del Catecismo de la Iglesiacatólica y en la primera Encíclica de Juan Pablo II (Redemptor hominis 13) el inciso “en cierto modo” se ha eliminado. ¿Que debo concluir, entonces? El Papa y el CIC [Catecismo, n. del t.] proporcionan la interpretación auténtica de la frase en cuestión. Por lo tanto el sentido propio de la frase es el de decir que la Encarnación no se limita al Cristo encarnado en el hebreo Jesús de Nazareth, individuo que tuvo existencia histórica, sino que ha tenido lugar efectivamente “en todo hombre”.
¡El resultado, sin embargo, es que, con o sin el quodammodo, el pastoral Vaticano II, un Concilio que debería en teoría limitarse a exponer las verdades de fe de un modo más acorde con la mentalidad moderna, modifica la noción de la Encarnación de Nuestro Señor, para incluir a “todo hombre”! He aquí, pues, una de las grandes y extraordinarias novedades. Que se trata de algo negativo para el dogma, no hace falta ser teólogo para comprenderlo. No podemos dejar de preguntarnos: ¿Cómo habría podido el Verbo, consustancial al Padre según la divinidad, unirse a la naturaleza pecaminosa de cada uno de nosotros? Y, ¿conservaría todavía sentido el dogma de la Inmaculada Concepción? ¿Y el del pecado original? ¿Y en qué “hombre” se habrá encarnado el Hijo de Dios? ¿Sólo en los hombre y en las mujeres de su generación? ¿Y los otros? Todo el planteamiento de GS 22 ¿no implica acaso la idea de que esta “encarnación en todo hombre” tiene significado ontológico, constituyendo una verdadera y propia impronta divina perenne en la naturaleza de cada uno de nosotros?  Lo implica sin decirlo abiertamente, contribuyendo en tal modo a la ambigüedad de un discurso que arroja en la confusión la doctrina ortodoxa de la Encarnación, volviéndola insegura y divinizando al hombre.
Entonces, si procediendo siempre con el método debido, el simple creyente confronta GS 22.2 con la enseñanza anterior de la Iglesia, ¿con qué se encuentra? ¿Tal vez con algún indicio que lo insinúe? Como han explicado teólogos ortodoxos, hay alguna expresión de los Padres de la Iglesia, con significado prevalentemente simbólico, que pudiera prestarse al equívoco, si se interpreta incorrectamente. En realidad, en el pensamiento de los Padres no hallamos ningún concepto semejante, a la vista de como entienden en general la Encarnación en su relación con el hombre. El hombre se presenta siempre como un pecador que debe ser salvado y la posibilidad de salvaciónse le ofrece en la Encarnación del Unigéntito en Jesús de Nazareth, en este único individuo, cuya misión terrenal es la de “llamar a los pecadores, no a los justos” (Mc. 2, 17), para que pudiesen salvar su alma gracias a la Iglesia por El mismo fundada.
En vez de esto, situada la célebre frase de GS 22.2 en el contexto de todo el artículo, un análisis diligente demuestra que la misma viene a coronar un razonamiento que anuncia la “altísima misión del hombre”, al cual Cristo habría “restituido la semejanza con Dios deformada con el pecado original”, de tal modo que “desvela al hombre a sí mismo” y ensalza la naturaleza humana, en general, a una “dignidad sublime”, en todo hombre. A parte del hecho de que, como ha recordado el desaparecido teólogo alemán prof. Johannes Dörmann, el pecado original nos ha hecho perder la “semejanza con Dios” (Tridentino), toda esta concepción (que refleja notoriamente la peculiar teología personal de Henri de Lubac S.I.) manifiesta un antropocentrismo completamente desconocido en los Padres de la Iglesia. Enla “Carta teológica” de S. León Magno adoptada por unanimidad en el Concilio de Calcedonia, que, en el A.D. de 451, como sabemos, definió perfectamente las dos naturalezas de Cristo, no hay traza de la idea de una encarnación “en todo hombre”. Y que una idea semejante representa una desviación doctrinal, lo demuestra el hecho de que fuese combatida por S. Juan Damasceno (muerto en el 749), cuya crítica fue retomada y teológicamente profundizada por Sto. Tomás.
3. Negar la “congruentia” doctrinal de un texto ambiguo del Concilio, no comporta ningún pecado de herejía. En este análisis de GS 22, sucintamente expuesto, ¿acaso me he comportado como un protestante, como un hereje? ¿He dejado traslucir “la obstinada negación de alguna verdad que se debe creer por fe divina y católica [es decir, como un dogma] o la duda obstinada sobre la misma”, como reza la definición canónica de herejía (CIC 1983, c.751; CIC 1917, c.1325 & 2)? Nada de eso, como cualquiera puede ver. Analizando con la debida diligencia la “novedad” contenida en GS 22.2 he llegado a la conclusión, con los textos en la mano, de que la misma no parece de ningún modo en armonía con la enseñanza tradicional de la Iglesia. Lostextos hablan claro. Si luego se demostrase que mi interpretación es errónea, no tendré nada que objetar. Quedo por tanto disciplinadamente a la espera de una refutación, debida y documentada, según las reglas del discurso racional, rechazando toda condena apriorística, infligida bajo el supuesto de un inexistente carácter dogmático del Vaticano II o de su presupuesta armonía con el Magisterio de siempre. Y si esta refutación no llegase, entonces deberé concluir que los apologetas del Vaticano II no tienen verdaderos argumentos que oponer y esconden este hecho tras la cortina de humo de una acusación de herejía completamente inconsistente.
Y ya que se ha querido traer el discurso al terreno de lo herético, me pregunto: ¿qué es en realidad lo herético o, mejor, lo sospechoso de herejía? ¿Quién ha osado escribir y los que lo aceptan: “Ipse enim, Filius Dei, incarnatione sua cum omni homine [quodammodo] se univit” o quien se atreve rebatir, con los textos en la mano, que esta nueva noción de Encarnación no parece de ningún modo conforme con el dogma de la Encarnación tal como por siglos lo ha enseñado la Iglesia católica? Y ¿no debe considerarse hereje quien niega o pone en duda el dogma según el cual la Beatísima Virgenpermaneció siempre virgen, también después del parto milagroso del Niño Jesús (DS 256/503; 993/1880)? ¿Es verdad que en el pasado Mons. Müller ha manifestado dudas sobre la validez de este dogma, sin nunca retratarse públicamente de ellas? Y si criticar el no dogmático Vaticano II es propio de herejes, también Benedicto XVI vendría a ser entonces imputable de herejía por haber osado recientemente criticar (desde un punto de vista ciertamente no “progresista”) la Gaudium et spes y la Declaración conciliar Nostra aetate, la primera por haber dado una noción de modernidad que está lejos de ser satisfactoria, la segunda por haber ignorado completamente las formas “enfermas y perturbadas de religión” presentes en las religiones no cristianas.

Fuente:

Müller ¿martillo de herejes?



Publicamos un artículo que ha traducido un lector de nuestra bitácora a quien mucho  agradecemos el trabajo que se ha tomado.  

La falsa acusación de herejía a quien critica las nuevas y ambiguas doctrinas del pastoral Vaticano II.
Por Paolo Pasqualucci
Criticar las nuevas y ambiguas doctrinas del pastoral Concilio Ecuménico Vaticano II ¿significa comportarse como protestantes, como herejes? Ciertamente, no. Sin embargo así se ha dicho y se ha vuelto a repetir, incluso en sede autorizadísima. Es ya conocido el artículo aparecido recientemente en el Observatore Romano, el 29 de noviembre de 2012, en la p. 5, firmado por S.E. el arzobispo Gerhard Ludwig Müller, Prefecto de la Congregación para la Fe, a propósito de la “hermenéutica de la reforma en la continuidad” invocada –como sabemos- por S.S. Benedicto XVI como única clave legítima para la lectura del Concilio: “Esta interpretación es la única posible según los principios de la teología católica, es decir, considerando el conjunto indisoluble formado entre la Sagrada Escritura, la completa e íntegra Tradición y el Magisterio, cuya más alta expresión es el Concilio presidido por el Sucesor de San Pedro como Cabeza de la Iglesia visible. Al margen de esta única interpretación ortodoxa existe lamentablemente una interpretación herética, a saber, la hermenéutica de la ruptura, sea en su vertiente progresista, sea en la tradicionalista. Ambos participan en el rechazo del Concilio; los progresistas al querer dejarlo atrás, como si se tratase de una estación que hay que abandonar para llegar a otra Iglesia; los tradicionalistas al no querer llegar a él, como si se tratase del invierno de la Iglesia Católica”.
No sé si es justo poner en el mismo orden las dos opuestas interpretaciones críticas del Concilio. Los “tradicionalistas” quieren sanar la ambigüedad y eliminar los errores, planteando también, implícitamente, el problema de la validez del Concilio. Estarían encantados de ver un Concilio revisado y corregido por el Papa sobre la base de la doctrina de siempre de la Iglesia. Los “progresistas” no se plantean ciertamente el problema de la validez del Concilio, ni lo que se refiere a la ambigüedad y a los errores que se deben eliminar por estar en contradicción con la doctrina de siempre, que para ellos no existe, por cuanto conciben todo el Cristianismo en clave histórico-evolutiva. Para ellos, el Concilo no debe ser reformado ni mucho menos invalidado. Por su parte critican los compromisos a los que la mens progresista impostada en el Concilio ha debido someterse, esperando que en la actuación práctica tales compromisos finalmente sean por completo abandonados, para hacer emerger de modo completo la “Iglesia del Espíritu” insuflada en las partes modernizantes de los documentos conciliares; la Igesiasoñada por los defensores de la Nueva Pentecostés, Iglesa de un Nuevo Advenimiento, sin jerarquía y totalmente ecuménico-comunitaria, abierta a todas las instancias de la Modernidad, también en el plano ético y de las costumbres. Iglesia de Satanás, hay que recordarlo, para los Católicos que permanecen fieles a la enseñanza perenne de la Iglesia.
A los comentarios de Monseñor Müller ya ha contestado de manera egregia el prof. Roberto de Mattei en este mismo lugar, el 5 de diciembre de 2012. Por mi parte querría sólo añadir alguna cosa. En primer lugar, recordar que, en general, los herejes contraponen a la enseñanza de la Iglesia su versión personal del Cristianismo. Y esto es lo que están haciendo hoy los “progresistas” (o neomodernistas). Aquellos que hoy, por la amarguísima y perdurable crisis de la Iglesia, se ven constreñidos a criticar el Vaticano II en nombre de la Tradición, no albergan deseo alguno de tener una versión personal propia del Cristanismo, para proponerla como una alternativa a la enseñanza actual de la Jerarquía, a la cual por su parte oponen, donde no hay concordancia con ella, la Tadición, es decir, la enseñanza de la Iglesiaconsolidada tras casi veinte siglos de inmutable magisterio. En segundo lugar, que el Concilio enseña declaradamente cosas nuevas y en documentos no dogmáticos sino pastorales. Con toda seguridad este hecho vuelve lícito el examen sobre la conformidad de estas novedades con la doctrina tradicional de la Iglesia por parte del creyente que se sienta capacitado para ello. Veamos este último punto.
1. Por primera vez en la historia de la Iglesia, un Concilio ecuménico se propone enseñar “novedades”. En el art. 1 de la Declaración conciliar Dignitatis humanae sobre la libertad religosa, se encuentra la famosa declaración según la cual, “este Concilio Vaticano reconsidera la tradición sagrada y la doctrina de la Iglesia, de la cual toma elementos nuevos en constante armonía con aquellos que ya posee [haec Vaticana Synodus sacram Ecclesiae traditionem doctrinamque scrutatur, ex quibus nova semper cum veteribus congruentia profert]”(DH 1). El Concilio declara, por lo tanto, que enseña “nuevos elementos” o “cosas nuevas” (nova) tomados de “escrutar” o de “remeditar” la Tradicióny la Escritura. Nodice que vuelve a proponer la misma tradición y doctrina de un modo nuevo (nove), como se acostumbraba decir en tiempos, cuando se hablaba de progreso extrínseco del dogma o de una profundización y de un mejor conocimiento de alguna verdad de fe, que quedaba sin embargo absolutamente inmutable en cuanto a su noción. La sustitución de novecon nova podía naturalmente hacer nacer muchas aprensiones, razón por la que el texto precisó explícitamente que era intención del Concilio “tratar las cosas nuevas” siempre en armonía con las viejas, con el Depósito de la Fe. Pero ya la idea de “traer cosas nuevas” de la “sagrada tradición y de la doctrina de la glesia”, ¿no era, de por sí, completamente revolucionaria?
A mi enteder es significativo que esta admisión de la existencia de novedades en la enseñanza del Concilio se haga en el “proemio” de un texto ampliamente innovador como es éste sobre la “libertad religiosa”, concepto que, según sus críticos, parece prestado casi íntegramente del principio laico de la misma, siempre vigorosamente rechazado en el pasado por el Magisterio. Como han demostrado ampliamente Mons. Gherardini y otros estudiosos, ninguna de las “novedades” propuestas por el Concilio está provista del sello de la definición dogmática. Y las novedades no las encontramos con seguridad en aquellos fragmentos conciliares en los que se reafirman dogmas precedentes o se remite a la infabilidad del Magisterio ordinario de la Iglesia. Como han señalado en varias ocasiones los estudiosos competentes, la “congruentia” de las “cosas nuevas” propuestas, con las “viejas” queda sin demostrar por las referencias del Concilio a los dogmas del pasado o a las enseñanzas del Magisterio ordinario infalible o por las declaraciones del principio de fidelidad al dogma. Tal “congruentia” debe ser demostrada debidamente, caso por caso, poniendo en parangón lo nuevo con lo viejo que aquello viene específicamente a sustituir. Por poner ejemplos: confrontrando entre sí la nueva definición de la Iglesiade Cristo, aquella del famoso “subsistit in” de la Lumen Gentium 8, con la vieja, la que aparecía, finalmente, en el esquema de la constitución dogmática De Ecclesia, convertido en papel mojado por los Progresistas; el novísimo principio de la creatividad litúrgica con aquello que el Magisterio preconciliar había pensado siempre sobre esto; la nueva definición de la Inerrancia biblíca con la vieja; la nueva definición de la colegialidad con la vieja, es decir, con toda la enseñanza precedente de la Iglesia a propósito de ella, y así con todo.
2. El fiel está legitimado a indagar la “congruentia” de las “novedades” profesadas por un Concilio ecuménico que es sólo pastoral. Establecido este punto fundamental, a saber, que el Concilio enseña conscientemente “cosas nuevas”, debemos preguntarnos: ¿el simple fiel está autorizado o no, a contrastar todas estas “novedades” con la enseñanza tradicional de la Iglesia, según la comentan y explican los teólogos ortodoxos, para ver si las novedades están todas “en constante armonía con ésta”? Si se responde que no entonces se obliga de hecho al fiel a creer en la existencia de esta “armonía” porque se dice así: a creer porque se dice así, sin discutir, como si nos encontrásemos en presencia de un Concilio dogmático, infalible sobre las verdades de fe y sobre las costumbres al modo del Tridentino o del Vaticano I. Pero negar a los fieles el derecho de confrontar la nueva pastoral y la nueva doctrina del no dogmático Vaticano II con la enseñanza perenne de la Iglesia constituye una patente contradicción, porque implica atribuir al Vaticano II un caracter dogmático expresamente negado por el mismo Concilio, en las bien conocidas Notificationespuestas al pie de las dos constituciones “dogmáticas” Dei Verbum sobre la divina Revelación y Lumen Gentium sobre la Iglesia, en esta última junto con una importante Nota explicativa previa. Así en apéndice a estas dos constituciones, llamadas dogmáticas, se ha debido añadir una Notificatiosobre la calificación teológica de las enseñanzas conciliares, en la que se explica que no son en absoluto dogmáticas. En efecto, “dado el fin pastoral del presente Concilio”, ¡en ellas no se define ningún dogma ni se condena ningún error!
¿Como simple creyente, no tengo el derecho –sólo por poner un ejemplo- de contrastar la doctrina de la Encarnación de la Constitución pastoral Gaudium et spes 22 con aquella que siempre ha sido enseñada por la Iglesia? Cuando me encuentro de frente con una frase como esta: “De hecho, con la Encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre”, mi primera impresión es la de un texto que dice una cosa extraña, nunca antes escuchada y al mismo tiempo ambigua. Ambigua, ya que no se entiende porqué la Encarnación deba haber tenido lugar “en todo hombre” ni qué cosa quiere decir efectivamente “en cierto modo” (el famoso quodammodo). Después  me encuentro que en el artículo 432 del Catecismo de la Iglesiacatólica y en la primera Encíclica de Juan Pablo II (Redemptor hominis 13) el inciso “en cierto modo” se ha eliminado. ¿Que debo concluir, entonces? El Papa y el CIC [Catecismo, n. del t.] proporcionan la interpretación auténtica de la frase en cuestión. Por lo tanto el sentido propio de la frase es el de decir que la Encarnación no se limita al Cristo encarnado en el hebreo Jesús de Nazareth, individuo que tuvo existencia histórica, sino que ha tenido lugar efectivamente “en todo hombre”.
¡El resultado, sin embargo, es que, con o sin el quodammodo, el pastoral Vaticano II, un Concilio que debería en teoría limitarse a exponer las verdades de fe de un modo más acorde con la mentalidad moderna, modifica la noción de la Encarnación de Nuestro Señor, para incluir a “todo hombre”! He aquí, pues, una de las grandes y extraordinarias novedades. Que se trata de algo negativo para el dogma, no hace falta ser teólogo para comprenderlo. No podemos dejar de preguntarnos: ¿Cómo habría podido el Verbo, consustancial al Padre según la divinidad, unirse a la naturaleza pecaminosa de cada uno de nosotros? Y, ¿conservaría todavía sentido el dogma de la Inmaculada Concepción? ¿Y el del pecado original? ¿Y en qué “hombre” se habrá encarnado el Hijo de Dios? ¿Sólo en los hombre y en las mujeres de su generación? ¿Y los otros? Todo el planteamiento de GS 22 ¿no implica acaso la idea de que esta “encarnación en todo hombre” tiene significado ontológico, constituyendo una verdadera y propia impronta divina perenne en la naturaleza de cada uno de nosotros?  Lo implica sin decirlo abiertamente, contribuyendo en tal modo a la ambigüedad de un discurso que arroja en la confusión la doctrina ortodoxa de la Encarnación, volviéndola insegura y divinizando al hombre.
Entonces, si procediendo siempre con el método debido, el simple creyente confronta GS 22.2 con la enseñanza anterior de la Iglesia, ¿con qué se encuentra? ¿Tal vez con algún indicio que lo insinúe? Como han explicado teólogos ortodoxos, hay alguna expresión de los Padres de la Iglesia, con significado prevalentemente simbólico, que pudiera prestarse al equívoco, si se interpreta incorrectamente. En realidad, en el pensamiento de los Padres no hallamos ningún concepto semejante, a la vista de como entienden en general la Encarnación en su relación con el hombre. El hombre se presenta siempre como un pecador que debe ser salvado y la posibilidad de salvaciónse le ofrece en la Encarnación del Unigéntito en Jesús de Nazareth, en este único individuo, cuya misión terrenal es la de “llamar a los pecadores, no a los justos” (Mc. 2, 17), para que pudiesen salvar su alma gracias a la Iglesia por El mismo fundada.
En vez de esto, situada la célebre frase de GS 22.2 en el contexto de todo el artículo, un análisis diligente demuestra que la misma viene a coronar un razonamiento que anuncia la “altísima misión del hombre”, al cual Cristo habría “restituido la semejanza con Dios deformada con el pecado original”, de tal modo que “desvela al hombre a sí mismo” y ensalza la naturaleza humana, en general, a una “dignidad sublime”, en todo hombre. A parte del hecho de que, como ha recordado el desaparecido teólogo alemán prof. Johannes Dörmann, el pecado original nos ha hecho perder la “semejanza con Dios” (Tridentino), toda esta concepción (que refleja notoriamente la peculiar teología personal de Henri de Lubac S.I.) manifiesta un antropocentrismo completamente desconocido en los Padres de la Iglesia. Enla “Carta teológica” de S. León Magno adoptada por unanimidad en el Concilio de Calcedonia, que, en el A.D. de 451, como sabemos, definió perfectamente las dos naturalezas de Cristo, no hay traza de la idea de una encarnación “en todo hombre”. Y que una idea semejante representa una desviación doctrinal, lo demuestra el hecho de que fuese combatida por S. Juan Damasceno (muerto en el 749), cuya crítica fue retomada y teológicamente profundizada por Sto. Tomás.
3. Negar la “congruentia” doctrinal de un texto ambiguo del Concilio, no comporta ningún pecado de herejía. En este análisis de GS 22, sucintamente expuesto, ¿acaso me he comportado como un protestante, como un hereje? ¿He dejado traslucir “la obstinada negación de alguna verdad que se debe creer por fe divina y católica [es decir, como un dogma] o la duda obstinada sobre la misma”, como reza la definición canónica de herejía (CIC 1983, c.751; CIC 1917, c.1325 & 2)? Nada de eso, como cualquiera puede ver. Analizando con la debida diligencia la “novedad” contenida en GS 22.2 he llegado a la conclusión, con los textos en la mano, de que la misma no parece de ningún modo en armonía con la enseñanza tradicional de la Iglesia. Lostextos hablan claro. Si luego se demostrase que mi interpretación es errónea, no tendré nada que objetar. Quedo por tanto disciplinadamente a la espera de una refutación, debida y documentada, según las reglas del discurso racional, rechazando toda condena apriorística, infligida bajo el supuesto de un inexistente carácter dogmático del Vaticano II o de su presupuesta armonía con el Magisterio de siempre. Y si esta refutación no llegase, entonces deberé concluir que los apologetas del Vaticano II no tienen verdaderos argumentos que oponer y esconden este hecho tras la cortina de humo de una acusación de herejía completamente inconsistente.
Y ya que se ha querido traer el discurso al terreno de lo herético, me pregunto: ¿qué es en realidad lo herético o, mejor, lo sospechoso de herejía? ¿Quién ha osado escribir y los que lo aceptan: “Ipse enim, Filius Dei, incarnatione sua cum omni homine [quodammodo] se univit” o quien se atreve rebatir, con los textos en la mano, que esta nueva noción de Encarnación no parece de ningún modo conforme con el dogma de la Encarnación tal como por siglos lo ha enseñado la Iglesia católica? Y ¿no debe considerarse hereje quien niega o pone en duda el dogma según el cual la Beatísima Virgenpermaneció siempre virgen, también después del parto milagroso del Niño Jesús (DS 256/503; 993/1880)? ¿Es verdad que en el pasado Mons. Müller ha manifestado dudas sobre la validez de este dogma, sin nunca retratarse públicamente de ellas? Y si criticar el no dogmático Vaticano II es propio de herejes, también Benedicto XVI vendría a ser entonces imputable de herejía por haber osado recientemente criticar (desde un punto de vista ciertamente no “progresista”) la Gaudium et spes y la Declaración conciliar Nostra aetate, la primera por haber dado una noción de modernidad que está lejos de ser satisfactoria, la segunda por haber ignorado completamente las formas “enfermas y perturbadas de religión” presentes en las religiones no cristianas.

Fuente:

viernes, 21 de diciembre de 2012

La hipótesis y sus diversas formas


1. Hemos visto que el estado confesional católico propiamente dicho parte de una premisa dogmática cuyas consecuencias fundamentales son dos: que la existencia de Dios reclama actos de la virtud de la religión, por los que se reconoce a la Iglesia como sociedad perfecta de naturaleza divino-positiva; y, dado que Dios es el ordenador del Universo, el orden pensado y querido en la Ley Eterna incluye una organización de la comunidad política, por lo que el Estado debe formular y aplicar el derecho de acuerdo con la ley divina.
En toda confesionalidad católica es esencial el dualismo: dos sociedades perfectas (autónomas, independientes), dos potestades (supremas en su orden), dos órdenes distintos (eclesial y estatal).
2. Es necesario considerar ahora la denominada hipótesis que está por debajode las exigencias de la confesionalidad propiamente dicha y puede asumir múltiples formas. Una enumeración no exhaustiva la encontramos en Pío XII: “los Estados se dividirán en cristianos, no cristianos, religiosamente indiferentes o conscientemente laicizados, y aun abiertamente ateos” (Ci riesce, n. 5).
Conviene insistir aquí en un punto sobre el que existe cierta confusión. Todas las formas impropias de confesionalidad católica se ubican en el plano de la hipótesis. Cuando por motivos históricos (religión vinculada a los orígenes de una comunidad política) o sociales (confesión religiosa mayoritaria) se da a la Iglesia católica un tratamiento jurídico especial, pero no se la reconoce como única religión verdadera, estamos ante formas impropias de confesionalidad, que son objetivamente inferiores a la tesis en grado variable según los casos. En estas formas impropias de confesionalidad debe existir un mínimo de dualismo: los jefes de Estado no son a la vez jerarcas de la religión estatal, ni la Iglesia deviene en una iglesia nacional. Estas formas de especial reconocimiento se han realizado de muchas maneras: monoconfesional (Costa Rica), biconfesional (Alemania, hasta la primera guerra mundial, luterana y católica, según las regiones) y triconfesional (Rumania, hasta la segunda guerra mundial, era ortodoxa, católica y protestante).
Además, existen estados confesionales acatólicos con los que la Iglesia puede entrar en relación a título de confesión no oficial. El elemento típico de estos estados respecto de su religión estatal es monismo que tiende a la confusión en una única sociedad y potestad. Dentro de este grupo hay estados confesionales cristianos pero no católicos (ortodoxos, luteranos y anglicanos) y no cristianos (musulmanes y budistas).
También existen los estados aconfesionales (Estados Unidos, España), que no reconocen a ninguna confesión religiosa como oficial, sin perjuicio de que puedan cooperar con ellas de diversas formas.
Finalmente, se ha dado el caso de estados oficialmente ateos (Unión Soviética).
3. Las múltiples formas que asume la hipótesis demuestran que la tesis de confesionalidad católica propiamente dicha, en su integridad objetiva, no es un absoluto moral, sino que obliga semper, sed non pro semper.
En las décadas de 1940 y 1950, los debates sobre confesionalidad y laicidad del Estado tuvieron mucha intensidad entre los católicos. Pío XII se aludió al tema, con perspectiva histórica: “La Iglesia no disimula que en principio considera… como ideal la unidad del pueblo en la verdadera religión y la unanimidad de acción entre ella y el Estado. Pero sabe también que desde cierto tiempo los acontecimientos evolucionan más bien en otro sentido, es decir, hacia la multiplicidad de confesiones religiosas y de concepciones de vida dentro de la misma comunidad nacional en que los católicos constituyen una minoría más o menos fuerte. Puede ser interesante e incluso sorprendente para el historiador encontrar en los Estados Unidos de América un ejemplo, entre otros, de la forma en que la Iglesia llega a expandirse en medio de las más diversas situaciones.” (7 –IX- 1955, n. 21).
Unas palabras que se anticiparon al proceso de descomposición de la  unidad religiosa católica en su faz cuantitativa (por creciente número de acatólicos) y cualitativa (por la defección en la profesión y práctica de la fe). En nuestra opinión, esta descatolización de sociedades compuestas por bautizados ha multiplicado las situaciones de hipótesis y es uno de los factores –aunque no el único- que explica la política concordataria posterior a 1955.

La hipótesis y sus diversas formas


1. Hemos visto que el estado confesional católico propiamente dicho parte de una premisa dogmática cuyas consecuencias fundamentales son dos: que la existencia de Dios reclama actos de la virtud de la religión, por los que se reconoce a la Iglesia como sociedad perfecta de naturaleza divino-positiva; y, dado que Dios es el ordenador del Universo, el orden pensado y querido en la Ley Eterna incluye una organización de la comunidad política, por lo que el Estado debe formular y aplicar el derecho de acuerdo con la ley divina.
En toda confesionalidad católica es esencial el dualismo: dos sociedades perfectas (autónomas, independientes), dos potestades (supremas en su orden), dos órdenes distintos (eclesial y estatal).
2. Es necesario considerar ahora la denominada hipótesis que está por debajode las exigencias de la confesionalidad propiamente dicha y puede asumir múltiples formas. Una enumeración no exhaustiva la encontramos en Pío XII: “los Estados se dividirán en cristianos, no cristianos, religiosamente indiferentes o conscientemente laicizados, y aun abiertamente ateos” (Ci riesce, n. 5).
Conviene insistir aquí en un punto sobre el que existe cierta confusión. Todas las formas impropias de confesionalidad católica se ubican en el plano de la hipótesis. Cuando por motivos históricos (religión vinculada a los orígenes de una comunidad política) o sociales (confesión religiosa mayoritaria) se da a la Iglesia católica un tratamiento jurídico especial, pero no se la reconoce como única religión verdadera, estamos ante formas impropias de confesionalidad, que son objetivamente inferiores a la tesis en grado variable según los casos. En estas formas impropias de confesionalidad debe existir un mínimo de dualismo: los jefes de Estado no son a la vez jerarcas de la religión estatal, ni la Iglesia deviene en una iglesia nacional. Estas formas de especial reconocimiento se han realizado de muchas maneras: monoconfesional (Costa Rica), biconfesional (Alemania, hasta la primera guerra mundial, luterana y católica, según las regiones) y triconfesional (Rumania, hasta la segunda guerra mundial, era ortodoxa, católica y protestante).
Además, existen estados confesionales acatólicos con los que la Iglesia puede entrar en relación a título de confesión no oficial. El elemento típico de estos estados respecto de su religión estatal es monismo que tiende a la confusión en una única sociedad y potestad. Dentro de este grupo hay estados confesionales cristianos pero no católicos (ortodoxos, luteranos y anglicanos) y no cristianos (musulmanes y budistas).
También existen los estados aconfesionales (Estados Unidos, España), que no reconocen a ninguna confesión religiosa como oficial, sin perjuicio de que puedan cooperar con ellas de diversas formas.
Finalmente, se ha dado el caso de estados oficialmente ateos (Unión Soviética).
3. Las múltiples formas que asume la hipótesis demuestran que la tesis de confesionalidad católica propiamente dicha, en su integridad objetiva, no es un absoluto moral, sino que obliga semper, sed non pro semper.
En las décadas de 1940 y 1950, los debates sobre confesionalidad y laicidad del Estado tuvieron mucha intensidad entre los católicos. Pío XII se aludió al tema, con perspectiva histórica: “La Iglesia no disimula que en principio considera… como ideal la unidad del pueblo en la verdadera religión y la unanimidad de acción entre ella y el Estado. Pero sabe también que desde cierto tiempo los acontecimientos evolucionan más bien en otro sentido, es decir, hacia la multiplicidad de confesiones religiosas y de concepciones de vida dentro de la misma comunidad nacional en que los católicos constituyen una minoría más o menos fuerte. Puede ser interesante e incluso sorprendente para el historiador encontrar en los Estados Unidos de América un ejemplo, entre otros, de la forma en que la Iglesia llega a expandirse en medio de las más diversas situaciones.” (7 –IX- 1955, n. 21).
Unas palabras que se anticiparon al proceso de descomposición de la  unidad religiosa católica en su faz cuantitativa (por creciente número de acatólicos) y cualitativa (por la defección en la profesión y práctica de la fe). En nuestra opinión, esta descatolización de sociedades compuestas por bautizados ha multiplicado las situaciones de hipótesis y es uno de los factores –aunque no el único- que explica la política concordataria posterior a 1955.

martes, 18 de diciembre de 2012

Quinientas entradas


Para festejar las quinientas entradas publicadas 
en nuestra bitácora, les presentamos a Warren Sánchez
Un retrato humorístico de loas sujetos de la ecumanía imperante.


Más allá de la parodia, el vídeo contiene un mensaje
relacionado con los temas de nuestro blog.
Qui potest capere, capiat.


Quinientas entradas


Para festejar las quinientas entradas publicadas 
en nuestra bitácora, les presentamos a Warren Sánchez
Un retrato humorístico de loas sujetos de la ecumanía imperante.


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relacionado con los temas de nuestro blog.
Qui potest capere, capiat.


viernes, 14 de diciembre de 2012

La tesis de la confesionalidad


Retomamos ahora un tema tratado con anterioridad al que dedicaremos cuatro entradas: dos sobre las relaciones Iglesia-Estado y otras dos referidas a la tolerancia en materia religiosa.
1. No hay que confundir la Iglesia con la Cristiandad. La Iglesia es la depositaria de la doctrina de Cristo y la santificadora del hombre a través de los sacramentos, que comunican la gracia. La Cristiandad es la organización temporal sobre la base de los principios cristianos. Sin la Iglesia, no podría existir Cristiandad; en cambio, aunque no haya Cristiandad, no por ello la Iglesia deja de existir. Siempre ha existido el peligro y la tentación de confundir a la Iglesia, sociedad sobrenatural, con la Cristiandad, sociedad temporal iluminada por la doctrina de Cristo. Dicha confusión estuvo en el origen de las grandes luchas doctrinales e incluso políticas que sacudieron a la Edad Media, y pervive en la actualidad en algunos mesianismos políticos. La Iglesia es indefectible y durará hasta el fin del mundo sin sufrir ningún cambio sustancial en virtud de la promesa de Cristo (cfr. Mt. 28,20). Pero la Cristiandad no posee tal garantía y su destrucción es hoy una realidad patente.
2. ¿Qué se entiende por confesionalidad católica del Estado stricto sensu? De acuerdo con Jiménez Urresti, en la confesionalidad católica propiamente dicha el Estado reconoce y acepta a la religión católica sub ratione religionis, de modo que se da a la Iglesia católica no un reconocimiento jurídico especial, por razones históricas (como la confesión religiosa que históricamente ha plasmado un país) o sociales (a la que la mayoría de los ciudadanos del mismo pertenece), sino el reconocimiento de que la Iglesia es una institución pública religiosa de derecho divino-positivo. Es decir, el Estado reconoce a la Iglesia como una sociedad perfecta sobrenatural en la que se encuentra la única religión verdadera en la que se puede tributar a Dios el homenaje de un culto aceptable y toda la doctrina para estructurar la comunidad política conforme a los planes divinos.
3. Siendo clara para el Magisterio tradicional la legitimidad de la confesionalidad del Estado queda por tratar la cuestión de su obligatoriedad en concreto. Como es una cuestión mixta, además del juicio prudencial del gobernante católico, resulta imprescindible contar con el parecer favorable de la Jerarquía eclesiástica, razón por la cual Pío XII señaló –en alusión a los idealizadores del modelo norteamericano– que es competente en última instancia sólo el Romano Pontífice (Cfr. Ci riesce, 6.XII.1953).
La doctrina ha procurado explicar las condiciones para que exista, en concreto, la obligación de la confesionalidad católica. El supuesto de hecho que resume esas condiciones se ha denominado muchas veces como unidad religiosa de la sociedad, en un doble aspecto cuantitativo y cualitativo. Jiménez Urresti lo explicaba así: “el momento en el cual comienza en una sociedad política y en un Estado la obligación de la confesionalidad propiamente dicha depende de su estado sociológico. Ciertamente se da tal obligación cuando una sociedad es unánimemente católica, entendida más que en el concepto estadístico, en el sentido vital, en cuanto que el pueblo vive un estilo de vida católico”. Otros hablaban del hecho socio-político de una sociedad homogénea en lo religioso, en la que pesa lo cuantitativo, pero debe pesar también lo cualitativo, las instituciones, la mentalidad, el estilo de vida, el alma nacional, etc.
El caso de España durante el régimen de Franco es un ejemplo ilustrativo. En el aspecto cuantitativo, en la década de 1950, era uno de los países más homogéneos en materia religiosa: había unos 30 mil protestantes, y unos 5 mil judíos, sobre una base de 32 millones de habitantes católicos. En cuanto al aspecto cualitativo, difícil de medir en sí mismo, la historia da cuenta de una genuina primavera eclesial regada por la sangre de los mártires de la guerra civil y de una situación política favorable, liderada por un jefe de Estado sinceramente católico. Compárese con el caso de Portugal, un país también mayoritariamente católico, con un dirigente como Salazar, y se podrá apreciar por qué no es suficiente el aspecto cuantitativo para que surja de modo automático el deber de la confesionalidad católica propiamente dicha.
Hasta aquí hemos tratado de explicar mejor la tesis de la confesionalidad en sentido estricto. En otra entrada diremos algo más acerca de la hipótesis y sus diversas modalidades. 

La tesis de la confesionalidad


Retomamos ahora un tema tratado con anterioridad al que dedicaremos cuatro entradas: dos sobre las relaciones Iglesia-Estado y otras dos referidas a la tolerancia en materia religiosa.
1. No hay que confundir la Iglesia con la Cristiandad. La Iglesia es la depositaria de la doctrina de Cristo y la santificadora del hombre a través de los sacramentos, que comunican la gracia. La Cristiandad es la organización temporal sobre la base de los principios cristianos. Sin la Iglesia, no podría existir Cristiandad; en cambio, aunque no haya Cristiandad, no por ello la Iglesia deja de existir. Siempre ha existido el peligro y la tentación de confundir a la Iglesia, sociedad sobrenatural, con la Cristiandad, sociedad temporal iluminada por la doctrina de Cristo. Dicha confusión estuvo en el origen de las grandes luchas doctrinales e incluso políticas que sacudieron a la Edad Media, y pervive en la actualidad en algunos mesianismos políticos. La Iglesia es indefectible y durará hasta el fin del mundo sin sufrir ningún cambio sustancial en virtud de la promesa de Cristo (cfr. Mt. 28,20). Pero la Cristiandad no posee tal garantía y su destrucción es hoy una realidad patente.
2. ¿Qué se entiende por confesionalidad católica del Estado stricto sensu? De acuerdo con Jiménez Urresti, en la confesionalidad católica propiamente dicha el Estado reconoce y acepta a la religión católica sub ratione religionis, de modo que se da a la Iglesia católica no un reconocimiento jurídico especial, por razones históricas (como la confesión religiosa que históricamente ha plasmado un país) o sociales (a la que la mayoría de los ciudadanos del mismo pertenece), sino el reconocimiento de que la Iglesia es una institución pública religiosa de derecho divino-positivo. Es decir, el Estado reconoce a la Iglesia como una sociedad perfecta sobrenatural en la que se encuentra la única religión verdadera en la que se puede tributar a Dios el homenaje de un culto aceptable y toda la doctrina para estructurar la comunidad política conforme a los planes divinos.
3. Siendo clara para el Magisterio tradicional la legitimidad de la confesionalidad del Estado queda por tratar la cuestión de su obligatoriedad en concreto. Como es una cuestión mixta, además del juicio prudencial del gobernante católico, resulta imprescindible contar con el parecer favorable de la Jerarquía eclesiástica, razón por la cual Pío XII señaló –en alusión a los idealizadores del modelo norteamericano– que es competente en última instancia sólo el Romano Pontífice (Cfr. Ci riesce, 6.XII.1953).
La doctrina ha procurado explicar las condiciones para que exista, en concreto, la obligación de la confesionalidad católica. El supuesto de hecho que resume esas condiciones se ha denominado muchas veces como unidad religiosa de la sociedad, en un doble aspecto cuantitativo y cualitativo. Jiménez Urresti lo explicaba así: “el momento en el cual comienza en una sociedad política y en un Estado la obligación de la confesionalidad propiamente dicha depende de su estado sociológico. Ciertamente se da tal obligación cuando una sociedad es unánimemente católica, entendida más que en el concepto estadístico, en el sentido vital, en cuanto que el pueblo vive un estilo de vida católico”. Otros hablaban del hecho socio-político de una sociedad homogénea en lo religioso, en la que pesa lo cuantitativo, pero debe pesar también lo cualitativo, las instituciones, la mentalidad, el estilo de vida, el alma nacional, etc.
El caso de España durante el régimen de Franco es un ejemplo ilustrativo. En el aspecto cuantitativo, en la década de 1950, era uno de los países más homogéneos en materia religiosa: había unos 30 mil protestantes, y unos 5 mil judíos, sobre una base de 32 millones de habitantes católicos. En cuanto al aspecto cualitativo, difícil de medir en sí mismo, la historia da cuenta de una genuina primavera eclesial regada por la sangre de los mártires de la guerra civil y de una situación política favorable, liderada por un jefe de Estado sinceramente católico. Compárese con el caso de Portugal, un país también mayoritariamente católico, con un dirigente como Salazar, y se podrá apreciar por qué no es suficiente el aspecto cuantitativo para que surja de modo automático el deber de la confesionalidad católica propiamente dicha.
Hasta aquí hemos tratado de explicar mejor la tesis de la confesionalidad en sentido estricto. En otra entrada diremos algo más acerca de la hipótesis y sus diversas modalidades.